domingo, 30 de mayo de 2010

25 de MAYO: Una Fecha Americana.


Hablan Coscia, Galasso, Gorojovsky, Schmid y A.E. Calcagno el 02/06 en la manzana de las luces,Perú
Invita: Partido Patria y Pueblo y C.E. N. Arturo Jauretche

martes, 25 de mayo de 2010

BICENTENARIANDO



"Por eso, tengo esa obsesión de tener a los próceres en la Casa de Gobierno, por eso vamos a inaugurar en esa vieja Aduana Taylor, que era una cosa al vacío, con unas pocas ruinas prácticamente y literalmente eran ruinas que iban a desaparecer si no las cuidábamos, inaugurar también este año el MAPO, el Museo de Arte Político, donde se expresen también todas las corrientes políticas desde lo artístico de nuestro país y de nuestra historia.

Porque creo que es parte y obligación de todo buen ciudadano saber la historia de su país, honrar a sus héroes, recordarlos, no con tristeza, sino con alegría y saber también que eran hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros, con nuestras pequeñeces y también con las cosas grandes que somos todos capaces de hacer. Que no nos vendan que eran hombres que ya no están más, que no nos vendan que, en realidad, todo lo que pasó fue mejor y todo lo que hoy existe no vale. No es así.

¿Y saben quién lo demostró? La gente masivamente, en estos dos días la gente se volcó con alegría a las calles a homenajear a su país, a su patria que es, en definitiva, homenajearse a ellos mismos.

Por eso, gracias argentinos, este Bicentenario lo están construyendo ustedes, es de ustedes, para ustedes y por ustedes.

Gracias, muchas gracias."

martes, 18 de mayo de 2010

No era que estamos aislados??????








Miremos a la gente en la calle, no notan sus caras de aisladas?????
El presidente de gracias pidió entrevistarse con cristina, porque no le avisaron que estamos aislados

lunes, 10 de mayo de 2010

El Sacerdote y la política / Por el Padre Carlos Mugica



Los grandes documentos sociales de Pablo VI y del Magisterio Eclesiástico los claros pronunciamientos de obispos argentinos sobre la realidad de nuestro país, y la existencia del Movimiento de sacerdotes para el Tercer Mundo, provocan ineludiblemente la reflexión de los cristianos, sobre lo específico de la tarea del sacerdote y su relación con la política.
Para situar bien el problema es necesario tener en cuenta de entrada que no se trata de la acción partidista del sacerdote, que puede llevarlo a un proselitismo oportunista y que es incompatible con su función de pastor, a no ser en situaciones muy excepcionales.
Recientemente, algunos medios de difusión, de neto corte liberal, utilizaron, tendenciosamente, expresiones del cardenal Danielou, conocido por su posición moderada dentro de la Iglesia. Danielou rechazó claramente el partidismo sacerdotal, pero no con menos fuerza afirmó que hoy, en la Argentina, el sacerdote debe denunciar las injusticias y propugnar reformas sociales.
El problema hoy, en la Argentina, está en convalidar o no el sistema capitalista liberal vigente, inevitablemente subordinado al imperialismo.
Y aquí no cabe el apoliticismo del sacerdote. Los claros pronunciamientos del Magisterio no nos dejan opción. Jamás podremos adherir a un sistema como el vigente en la Argentina, afirmado esencialmente en la explotación del hombre por el hombre. Un sistema cuyo motor es el lucro y que provoca, cada día, desigualdades más irritantes, ya que como dice Pablo VI los ricos se vuelven cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

Basta examinar los balances anuales de los grandes monopolios. Bunge y Born y Deltec, por ejemplo, que año tras año reflejan inexorables aumentos de ganancias y en la otra punta mirar los salarios de los trabajadores que son, año tras año, más insuficientes e injustos. Además, no bien el Gobierno anunció el aumento del 15 por cien el precio de un buen número de artículos de primera necesidad aumentó considerablemente. Frente a las consecuencias de este sistema el sacerdote no puede no hablar. No puede no actuar, si quiere seguir siendo sacerdote de Jesucristo y no sacerdote del statu quo.
Su acción de denuncia de las injusticias será la expresión misma de su misión religiosa que, constantemente, le señala la Iglesia.
Ya que el amor a Dios pasa necesariamente por el amor a los hombres. «Si alguno dice: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano miente. Pues el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve». (1 carta de Juan c. 4 v.20).
Los obispos argentinos hacen el siguiente diagnóstico de la realidad del país, fruto del sistema capitalista liberal: «Comprobamos que a través de un largo proceso histórico que aún tiene vigencia se ha llegado en nuestro país a una estructuración injusta. La liberación deberá realizarse pues en todos los sectores en que hay opresión: el jurídico, el político, el cultural, el económico y el social». (San Miguel, 1969). En 1971 la Comisión Permanente del Episcopado señaló circunstancias agravantes de la situación: secuestros, asesinatos, salarios cada vez más insuficientes y aumento creciente de la desocupación.

Desgraciadamente, hoy, en 1972, el diagnóstico resulta plenamente actual y aún de mayor gravedad.

Ante esta situación, el sacerdote que siempre tiene el deber de anunciar a los hombres que sólo en Cristo está la liberación total del hombre, que culmina en su divinización, no puede eludir la dimensión política de su misión ya que el Reino de Dios, comienza aquí abajo.

El Padre Arrupe, general de los jesuitas, al reflexionar sobre la tarea sacerdotal en el Tercer Mundo, les dice a los sacerdotes: «El apolitismo, o rechazo sistemático de toda presencia en lo político, es hoy día imposible para el hombre apostólico. No podemos permanecer silenciosos frente a régimenes vigentes en algunos países, que constituyen sin duda una especie de «violencia institucionalizada». Tenemos que denunciar con sabiduría, pero clara y abiertamente, las políticas que contradicen «la visión global del hombre y de la humanidad» que la Iglesia «tiene como propia». (Populorum Progressio núm. 13).

Solamente los que ignoran por conveniencia, para mantener sus privilegios, el sufrimiento del pueblo argentino, pueden negar el estado de violencia institucionalizada en que vivimos. Las torturas inhumanas a que fue sometido el doctor Jozami, secuestrado en una dependencia policial, y la sensación de ciudad ocupada que ofreció a Buenos Aires el viernes 28, porque había gente que quería protestar contra el hambre, son nuevas evidencias dolorosas de la misma.

El clima de represión es tal que parece que se quisiera dar a entender que todo argentino es subversivo a menos que pueda demostrar lo contrario. Y a veces no es fácil hacerlo.

Puede dar fe de ello el padre Carbone. ¿Cuál es su culpa? Le duele el dolor del pueblo y como sacerdote de Cristo, siente que no puede renunciar a ser fiel al Señor. Siente que debe ser voz de los que no tienen voz. Jamás se extralimitó en su sacerdocio. La justicia lo acaba de reconocer.
Pero Carbone sigue preso. ¿Por qué? Porque un régimen afirmado en la violencia y la mentira no puede soportar la verdad del testimonio evangélico.
Bien puede corroborar mis afirmaciones Norma Morello, terriblemente torturada en dependencias militares para arrancarle «los planes subversivos» de ese santo Obispo que es Monseñor Devoto.
Podrá continuar la represión contra la Iglesia y el pueblo siempre habrá cristianos y sacerdotes que sentirán en carne propia las luchas y sufrimientos de los oprimidos, acompañándolos de cerca en su lucha por una sociedad más justa, fraternal y cristiana.
Saben que no están solos. Saben que Cristo los acompaña: «No teman, yo estoy con ustedes hasta el final de los tiempos» (Mt. 28-20).

jueves, 6 de mayo de 2010

ESA MUJER



El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
­Esos papeles ­dice.
Lo miro.
­Esa mujer, coronel.
Sonríe.
­Todo se encadena ­filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
­La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
­¿Mucho daño? ­pregunto. Me importa un carajo.
­Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.
El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer, con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
­La pobre quedó muy afectada ­explica el coronel­. Pero a usted no le importa esto.
­¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
­La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme cualquier chiste -dice.
Pienso. No se me ocurre.
­Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y esto?
­La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
­¿Qué más? ­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le pegó un tiro una madrugada.
­La confundió con un ladrón ­sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
­Pero el capitán N. . .
­Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
­¿Y usted, coronel?
­Lo mío es distinto ­dice­. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
­Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
­Me gustaría.
­Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
­Ojalá dependa de mí, coronel.
­Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A la pastora le falta un bracito.
­Derby -dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
­¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
­Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
-Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
­¿Qué querían hacer?
­Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
­Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y orinarle encima.
­Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
­Esa mujer ­le oigo murmurar­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
­Desnuda ­dice­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
­Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
­...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
­No.
­Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
­Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
­Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
­¿Pobre gente?
­Sí, pobre gente.­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior­. Yo también soy argentino.
­Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
­Ah, bueno ­dice.
­¿La vieron así?
­Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
­Para mí no es nada -dice el coronel­. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
­A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
­¿Se impresionaron?
­Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
­Beba ­dice el coronel.
Bebo.
­¿Me escucha?
-Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
­¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
­Tantito así. Para identificarla.
-¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
­Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
­Comprendo.
-La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
­¿Y?
­Era ella. Esa mujer era ella.
­¿Muy cambiada?
­No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
­¿El profesor R.?
-Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
­¿Enciendo?
­No.
­Teléfono.
­Deciles que no estoy.
Desaparece.
­Es para putearme ­explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas de joder ­digo alegremente.
­Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
­¿Qué le dicen?
­Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
­Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
­La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve -dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
­Llueve día por medio ­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde, pienso, dónde.
­¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
­No me haga caso -dice, se sienta­. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
­¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
-¿La sacaron del país?
-Sí.
­¿La sacó usted?
­Sí.
-¿Cuántas personas saben?
­DOS.
­¿El Viejo sabe?
Se ríe.
-Cree que sabe.
­¿Dónde?
No contesta.
­Hay que escribirlo, publicarlo.
­Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
­¡Ahora! ­me exaspero­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando llegue el momento... usted será el primero...
­No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
­¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
­Es mía -dice simplemente­. Esa mujer es mía.

"Esa mujer" fue publicado en "Los oficios terrestres", Ediciones De la Flor, 1986. © Herederos de Rodolfo Walsh

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