martes, 17 de agosto de 2010

EL OTRO SAN MARTIN / Hugo Chumbita


Hace tres años, al cumplirse el 150º aniversario de la muerte de José de San Martín, la revelación de documentos inéditos acerca de su filiación sorprendió a muchos e indignó a algunos. En un libro de memorias que se halla en poder del genealo¬gista Diego Herrera Vegas, y que dimos a conocer en julio del 2000 en un suplemento del diario Clarín, doña Joaqui¬na de Alvear declara que San Martín era hijo natural de su abuelo, el brigadier español Diego de Alvear, y de una indígena de Yapeyú. Este documento no hacía más que confirmar la tradición oral que ha circulado durante varias generacio¬nes por varias ramas de la familia Alvear y otras familias porteñas, y coinci¬de con otra tradición popular de la región de las antiguas misiones jesuíticas, según la cual Rosa Guarú, la nodriza guaraní de San Martín, fue su verdadera madre.
La tesis sobre el tema, que presenté en el Congreso Internacional Sanmartiniano reunido en Buenos Aires en agosto del 2000, simultáneamente con la difusión de la novela históri¬ca Don José de García Hamil¬ton que aludía al mismo asunto, provocó una airada reacción del Instituto Sanmar¬tiniano, cuyo presi¬dente rechazó lo que consideraba una conspira¬ción subversiva "indigenista". Por otra parte, frente al planteo que formulamos a una comisión del Senado para realizar el análisis del ADN de los restos de San Martín, el enton-ces presiden¬te de la Repúbli¬ca Fernando de la Rúa, en su discurso del desfile militar del 17 de agosto, ratificó la filiación "oficial" del Padre de la Patria, asegurando que se manten¬dría "la invio¬la¬bili¬dad de sus cenizas".
En un libro publicado al año siguiente, El secreto de Yapeyú, expuse las evidencias sobre el origen mestizo del Libertador, concor¬dantes con numero¬sas afirmaciones de testigos de la época como Alberdi, Olazábal, Vicuña Mackenna y Pastor S. Obligado. Quienes lo conocieron de cerca, observa¬ron su aspecto de criollo mestizo y oyeron de sus labios manifesta¬ciones inequí¬vocas en tal sentido. Ésta sería la explicación de su inespe¬ra¬do retorno a América en 1812, con la ayuda de la familia Alvear, así como el fundamento de sus concepciones americanistas y de solidari¬dad con los pueblos autóc¬tonos.
La cuestión del origen de San Martín puede acla¬rarnos muchos aspec¬tos de su personalidad, de su carácter reservado y a veces enigmático, y también de su forma de concebir la revolu¬ción emanci¬padora. Por eso resulta oportuno añadir aquí un testimo¬nio más a los ya difundidos.

El diario de Mary Graham
Mary Graham, viuda de un capitán de marina británico, residió en Chile entre 1822 y 1823. Allí mantuvo una relación íntima con Lord Cochra¬ne, el almiran¬te de la flota que secundó la campaña libertadora al Perú, encum¬brado agente inglés y audaz mercenario con el que San Martín tuvo graves enfren¬tamien¬tos. Aprove¬chando el trato directo con los prota-gonis¬tas, ella trazó en su diario personal una vívida y aguda sem¬blanza del momento histórico, de la que vale la pena resca¬tar algunos pasajes.
El manuscrito original de sus apuntes, descubierto en 1960 en una librería de San Francisco de California, fue incorporado a la "Colec¬ción Héroes y Tumbas" de Chile. Un fragmento del mismo, fotografiado y trans¬cripto en un libro reciente, De Don José de San Martín (Editorial Barros Browne, Santiago, 2000), dice tex¬tualmente: "En Sudamérica, se considera a San Martín como de raza mixta" (mixed breed). Más adelante lo describe: "Es alto y bien constituí¬do, tiene una apuesta e inteligente prestancia pero sus ojos oscuros y grandes tienen una expre¬sión muy singular, quizás debiera decir sinies¬tra".
Mary Graham había publicado su Diario en Londres, en 1824, que luego fue traducido y editado en Madrid en la Biblioteca Ayacucho (1916). Esta versión comienza con un "bosquejo histórico" donde la autora, al referir¬se a San Martín, acota en una llamada al pie: "nunca he podido averiguar con exactitud ni el lugar de su nacimiento ni su verdadero parentesco".
En los capítulos siguientes, el relato cronológico registra la conmo¬ción que suscitó el arribo de San Martín a Chile en 1822, de vuelta del Perú. El 15 de octubre ella recibió en su casa de Valparaíso una comitiva encabezada por el gobernador Cente¬no, "acom¬pañado de un hombre muy alto y de buena figura, sencilla¬mente vestido de negro, a quien me presen¬tó como el general San Martín".
Mary Graham hace un elocuente retrato del visitante. "Los ojos de San Martín tienen una pecu¬liaridad... Son oscuros y bellos, pero inquie¬tos; nunca se fijan en un objeto más de un momento, pero en ese momento expre¬san mil cosas. Su rostro es verdade¬ra¬mente hermoso, animado, inteli¬gente; pero no abierto. Su modo de expre¬sar¬se, rápido, suele adole¬cer de oscuri¬dad; sazona a veces su lenguaje con dichos maliciosos y refranes. Tiene grande afluencia de palabras y facili¬dad para discurrir sobre cualquier materia."
Ella veía en el temperamento de aquel hombre una extraña contradic¬ción entre el "deseo de gozar la reputación de libertador y la voluntad de ser un tirano". Dada la enemistad de San Martín con Cochra¬ne, era inevi¬ta¬ble que en el ánimo de la amiga íntima del almirante influ¬ye¬ran prejui¬cios adver¬sos.
La conver¬sación de los circunstantes giró sobre algunos temas filosó¬ficos y religio¬sos, y al parecer tanto San Martín como Centeno se burlaron por igual de "frai¬les, protes¬tantes y deístas". Siendo ella protestan¬te, interpre¬taba que la sagaci¬dad de San Martín no podía dejar de advertir "lo absurdo de las supersti¬ciones romano-católicas", aunque por razones de Estado las había debido acatar exteriormente en su vida públi¬ca, y ello le inclinaba al más absoluto escep¬ticis¬mo.
Prosiguieron comentando las causas de la revolución en Sudamé¬rica y, tras una breve interrupción para tomar el té, San Martín habló de medici¬na, lenguas, climas, enfermedades, "y por último sobre anti¬güedades, principalmente del Perú". Lo que Mary Graham denomina así, con cierta ligereza, eran sorprendentes historias del mundo andino, de caci¬ques, momias y monumentos incaicos, por los que el Liberta¬dor se mostraba fascina¬do.
Pero a ella le interesaba más la política y las causas de su partida de Lima, acerca de lo cual San Martín contó que solía disfra¬zarse de paisano para visitar las fondas y oir las charlas calleje¬ras sobre él. Cerciorado de esta manera "de que el pueblo era ahora bastante feliz y no necesi¬taba ya su presencia", pudo dar por cumplida su misión. "Sólo había traído consigo el estandarte de Pizarro", que era como el signo de la autoridad del Perú, desplegado en numerosas guerras de la época colonial: "yo lo tengo ahora" exclamó, irguiéndo¬se cuan alto era.
Mary Graham hacía un balance crítico de la entrevis¬ta. No creía que San Martín hubiera leído mucho, ni siquiera a los autores que citaba. Por debajo de sus modales elegantes y su habilidad dialéctica, la parecía ver en él miras estrechas y egoístas, y en sus ideas filosóficas, "simples máscaras para engañar al mundo". "Su falta de corazón y de sinceridad, que se revelan aún en un rato de conver¬sación, cierran las puertas a toda intimi¬dad y mucho más a la amistad".
Todo esto es discutible. Si bien San Martín no era un erudito en la cultura europea, habría que recordar al menos que acumuló en Cádiz una biblio¬teca de cientos de volúme¬nes donde resaltaban los clásicos de la ilustra¬ción francesa, insólita en un joven militar como él, y no sólo embarcó esa pesada carga hacia América, sino que la llevó consigo en las expediciones a lo largo del conti¬nente, donando una parte para formar la Biblioteca de Mendoza y el resto para fundar la Biblioteca Nacional en Lima. Hubo uno, entre todos esos libros, que valoró especialmente, tanto que en 1816 promovió una suscripción pública en Córdoba para reeditarlo, y en 1819 urgía por carta a Tomás Guido que le enviara un ejemplar junto con las armas y pertre¬chos para el Ejército de los Andes: Comen¬tarios Reales de los Incas de Garcilaso de la Vega, un texto que rescata¬ba las sabias instituciones de la cultura incaica, y que había sido prohibido por los realistas después de la rebelión de Túpac Amaru.
La afición del general por las "antigüedades" del Perú, y su orgullo por haber arrebatado el estandarte a los sucesores de Pizarro, eran cosas que Mary Graham, aún simpatizando con la revolución independentista, no alcanzaba a comprender en su profundo significado. Las procla¬mas de San Martín en aquellas campañas, dirigidas a los peruanos en quechua (que ella, claro, no sabía leer), expre¬saban el ideal de liberar a todos los pueblos america¬nos, incluso a los indios: era el proyecto de la igualdad y la fraternidad en concreto. Algo que San Martín sintió intensamente, y hasta hoy, después de casi dos siglos de oculta-mientos y traiciones, sigue dando sentido pleno a la causa de la emanci¬pa¬ción de América.

La historia de la posible madre biologica
LA INTERMINABLE ESPERA DE ROSA GUARÚ


Por Hugo Chumbita
“Rosa Guarú era la indiecita que tuvo un niño, y la familia San Martín lo adoptó como propio, pero ella siguió en la casa cuidándolo, criándolo, hasta que se fueron a Buenos Aires. El niño tenía entonces unos tres años y le prometieron que iban a venir a llevarla a ella, pero no aparecieron más. Rosa Guarú los espero toda la vida. Cuando atacaron y quemaron Yapeyú, ella se fue a la isla brasilera, estuvo mucho tiempo allá y volvió. Levantó un ranchito por Aguapé, y mantenía la esperanza de que volvieran. Le tenía un gran apego a José Francisco. Nunca se casó, aunque tuvo otros hijos. Siempre preguntaba por San Martín. Este, cuando era jefe de los granaderos, le regaló un retrato o medalla que ella conservó siempre, y al morir, ya muy viejita, la enterraron con ese recuerdo del que era inseparable.”
Esto es lo que los tatarabuelos de María Elena Báez relataron a sus hijos y nietos, y ellos a su vez transmitieron a los biznietos y a ella. Los pobladores antiguos de Yapeyú, y especialmente las mujeres más añosas, como Zoila Daniel, Elisa Coronel y Yuntina Ferreira, conocen la historia, aunque la cuentan con muchas reservas, sólo si les pregunta. Lo único que admite la versión oficial es que Rosa Guarú fue la niñera del Libertador, y los yapeyuanos guardaron el secreto de que era su verdadera madre.
Una antigua tradición
Por la banda oriental del Uruguay, según el historiador uruguayo Washington Reyes Abadie, los relatos orales preservaron también la memoria de la madre guaraní del Libertador, que fueron la punta del ovillo de esta investigación.
Don Antonio Emilio Castelo, autor de una completa historia de su provincia que tiene ya varias ediciones, y el lingüista guaraní Víctor Cejas nos confirmaron que la misma tradición subsistía en Corrientes, donde el nombre y la imagen de Rosa Guarú han mantenido una entrañable vigencia.
Una crónica publicada por Pedro Mesa Toledo, antaño maestro de escuela en Yapeyú, narra que, en la época de la guerra del Paraguay, Rosa Guarú preguntó por la suerte del general San Martín a uno de los oficiales que venía del frente. Cuando éste le informó que había muerto en Francia en 1850, las lágrimas corrieron por el rostro ajado de la anciana. Ella sobrevivió unos treinta años a su hijo. El cura Eduardo Maldonado (La cuna del héroe, 1920) consigna que falleció en Aguapé, a dos leguas de Yapeyú, hacia 1880.
Don Pedro Ordenavía, jefe de correos de Yapeyú, recopiló entre otros testimonios los recuerdos de los colonos franceses que vinieron a establecerse en la zona y la conocieron personalmente a Rosa Guarú alrededor de 1860. Lorenzo Parodi, un agrónomo de renombre de la Universidad de Buenos Aires que relevó la flora del lugar, describió en la revista Darwiniana (1943) el ficus sanmartinianus, el higuerón bajo el cual la joven misionera amamantaba al niño, e incluyó las referencias de Ordenavía de que había vivido hasta los 112 años. Ello no sorprende a nadie en estos pagos, donde se recuerda a numerosos longevos más que centenarios.
El viejo higuerón cayó en 1986, y hoy se yergue en el mismo lugar un airoso retoño que los vecinos veneran como a su predecesor. Pocos metros más allá, ante el espléndido escenario de la barranca que se empina sobre el río Uruguay, el templete construido en 1938 por el gobierno nacional protege los muros de piedra que quedaron de la casa de la gobernación. Hace un siglo y medio, Rosa Guarú fue traída desde Aguapé para atestiguar que esas ruinas correspondían al hogar de los San Martín.
En el recinto del templete, custodiado permanentemente por un granadero en uniforme de gala, una urna de metal dorado guarda sendas cajas con los restos de Juan de San Martín y Gregoria Matorras, que fueron trasladados de España a Buenos Aires en 1948 y enviados desde la Recoleta a Yapeyú en 1998.
Los héroes misioneros
Doña María Elena Báez nos habla con emoción, como si hubiera sido ayer, de los 300 soldados misioneros –trece de ellos yapeyuanos– llevados por pedido de San Martín para integrar el Regimiento de Granaderos, uno de los cuales fue Juan Bautista Cabral. El 6 de mayo de 1813, con una nota firmada por cuatro de aquellos hombres, Matías Abucú, Miguel Aybí, Andrés Gueyaré y Juan de Dios Abayá, se presentaban ante San Martín expresando “la felicidad y el honor de conocerlo y saber que es nuestro paisano”, y agregaban que “somos verdaderos americanos con sólo la diferencia de ser de otro idioma”. Los yapeyuanos están orgullosos de estos soldados que acompañaron al Gran Capitán en sus combates a lo largo del continente, y la tradición evoca con pena que sólo volvieron seis.
Pero aún más que los bravos tapes que regaron su sangre por la libertad americana, la heroína yapeyuana es Rosa Guarú, la humilde niñera del Libertador, cuyo secreto era ser también su madre. Una historia que coincide perfectamente con la otra vertiente de memorias que hemos documentado sobre las andanzas por el río Uruguay y por Yapeyú, alrededor de 1778, de aquel marino y conquistador español que fue don Diego de Alvear y Ponce de León.
La autora de la estupenda cantata Pepe Pancho, la poetisa santafesina Elena Siró, alude a Rosa Guarú cuando se refiere al “niño con dos madres”. Viejos grabados retratan sus rasgos bellos y su piel bronceada, con vestido largo pero descalza, porque ella nunca admitió que le calzaran zapatos.
Otro de sus hijos fue Félix Cristaldo, quien llegó a ser juez pedáneo en Yapeyú. Aunque el Registro Civil de la localidad recién se organizó en 1901 y, según nos explica una encargada de la oficina, los libros más antiguos se conservan mal, tal vez existan datos de los Cristaldo en éstos o en los anteriores registros parroquiales. Es presumible que vivan actualmente algunos descendientes.
La tumba de Rosa Guarú
Los lugareños afirman que doña Rosa Guarú fue sepultada en Aguapé, un pueblo hoy prácticamente extinguido. Tanto el actual interventor de Yapeyú, Pascual Rotella, como el ex intendente Pedro Norberto Zulpo, comparten esta certeza, si bien el punto exacto donde estaría enterrada es motivo de controversia.
Don Francisco Sampallo, que alterna sus ocupaciones de granadero con la vocación de verseador, sostiene que se halla en el antiquísimo camposanto que está dentro de su predio. Cuando acudimos a su casa, un hermoso rancho típico de la región, nos relata que él compró las 15 hectáreas que posee a Petrona Suárez, en cuya estancia fue peón muchos años. Doña Petrona le mandaba mantener limpio de maleza el campo desde “la tumba de Rosa Guarú”, que Sampallo ubica en una esquina del cementerio.
El problema es que, como pudimos comprobar, se han superpuesto los sepulcros de la época de las misiones con los de posteriores etapas del poblamiento. Muchas cruces y túmulos han sido removidos. La tumba más nueva, la del Chato Silva (que ostenta un estandarte rojo y una botella de ginebra para recordar su afición al canto y la bebida) data de una década atrás. Sampallo se mantiene vigilante con su escopeta cargada para ahuyentar a los merodeadores. Sabe que a veces, en las horas del sueño, practican allí ciertos “trabajos” ceremoniales los espiritistas del culto umbanda, que han extendido su influencia desde el vecino Brasil.
Recorriendo las inmediaciones, Sampallo y Zulpo nos hablan de periódicos hallazgos arqueológicos que han nutrido los museos de la región y sus propias colecciones “caseras”: vasijas y otras cerámicas guaraníes, tallas jesuíticas en madera y en piedra, boleadoras, hachas paleolíticas y puntas de flechas, monedas, estribos, nazarenas, piezas metálicas de los aperos de los ejércitos indígenas y criollos que libraron incontables batallas en las tierras rojas misioneras. Por ahí resuenan todavía los ecos de las legendarias hazañas de Andresito Guacurarí, el ahijado de Artigas. Y cada tanto aparecen buscadores de tesoros, munidos de planos, documentos e instrumentos de detección, alentando la esperanza de dar con las fabulosas riquezas que habrían ocultado los jesuitas antes de marcharse expulsados de la región en 1767.
Llegamos a visitar también, en el centro de lo que antes fuera el poblado principal de Aguapé, otro cementerio abandonado donde podría estar la tumba de Rosa Guarú. Ahora es parte del lote de Tatita Romero, uno de los pocos paisanos que se empeñan en permanecer en aquellos parajes.
Algunos objetos preciosos permitirían verificar cuáles son los restos de la finada: el trofeo del que jamás se separó y con el que fue sepultada, que según algunos sería un relicario con la imagen o cabellos del niño y, según otras versiones, una cruz de oro u otra condecoración semejante que después de la batalla de San Lorenzo el Libertador le obsequió en mano o le envió con un edecán.
Hasta aquí llega nuestra exploración. La búsqueda debería proseguirla un equipo idóneo de historiadores, antropólogos y arqueólogos que cuenten con el respaldo legal y los recursos tecnológicos necesarios.
Aguardando un milagro
Cercados por la crisis de la economía tradicional que ha devastado y despoblado gran parte de la región, los yapeyuanos subsisten principalmente del magro empleo público en algunos destacamentos y oficinas estatales. El turismo es una débil ilusión, pues los viajeros que van a las cataratas o a Buenos Aires pasan de largo o se detienen fugazmente en el lugar. Pero don Norberto Zulpo y la licenciada María Isabel Artigas de Rebés nos hablan de los proyectos que han impulsado para rescatar el fantástico patrimonio arqueológico yacente bajo tierra, en los túneles de la parroquia jesuítica, en los cementerios y en otros centros que deben ser localizados reconstruyendo el plano originario del asentamiento misional.
Doña María Elena afirma que este país ha sido ingrato con el Libertador, a quien echaron dos veces al destierro, y que sólo podrá salir adelante cuando hagamos un verdadero acto de contrición por los agravios que le infligieron. Como Rosa Guarú, ellos llevan también mucho tiempo esperando. En el año del sesquicentenario sanmartiniano, sería oportuno que ocurriera algo nuevo en Yapeyú. Quizás la gente de este país vuelva sus ojos hacia aquel luminoso rincón fronterizo que contiene, entre sus tesoros escondidos, un símbolo de nuestros orígenes. Quizás lo rescatemos del olvido y la lejanía. Quizás resolvamos los enigmas y podamos completar esta historia, y nuestro país se compadezca del paciente destino y la espera interminable de Rosa Guarú.

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